Un pogo para recordar
Para los ajenos, un pogo es una especie de baile tribal moderno en el que los implicados se lanzan unos contra otros, empujándose y chocándose frenéticamente y saliendo despedidos en toda dirección. Su punto álgido llega antes de un estribillo, cuando los más valientes despejan un círculo en las primeras filas y a la de tres se abalanzan al centro enseñando los codos. Dicen que lo inició Sid Vicious en los conciertos de los Sex Pistols. Según Internet buscaba una excusa para pegarse con el público, pero a estas alturas quién va a fiarse de Internet. En inglés, pogo se dice mosh pit. Desde arriba se debe parecer a esas violentas reacciones de las células bajo el microscopio, liberando energía. No es mala metáfora.
La semana pasada comenzó la temporada de festivales en Madrid con el Tomavistas, un clásico de la capital. Este año se celebraba en IFEMA además, que es muy útil y muy poco sexy. Algunas zonas del recinto eran básicamente un parking con cosas, pero qué más da. Ya es un milagro que tras dos años de cierre sigan existiendo los festivales como para encima elegir desde qué tumba resucita Lázaro.
A los que no les hizo tanta gracia la vuelta de la música en directo fue a los vecinos, que protestaron mucho a las autoridades. Esto obligó a capar el sonido con limitadores. Y eso que los conciertos acababan razonablemente pronto, nunca más tarde de las 2. Estarán en su derecho y habrá seis mil ordenanzas municipales que refrenden la postura, pero he de decir que se nota mucho que en España hay demográficamente más del doble de viejos que de jóvenes. El descanso golea a la diversión.
Si había un grupo al que le podía joder esto era a Carolina Durante. Su cantante se quejó al poco de comenzar el show, lógico, porque lo suyo va de guitarras y ruido. Lo bueno es que su público está en un punto en el que ya todo se la suda tanto que hubieran reaccionado igual aunque tocasen desenchufados. Primera nota de la primera canción (que se titula, someramente, “Aaaaaa#$!&”) y ya estaba la peña una encima de otra volándose la peluca en el pogo. Yo, que tampoco voy a dármelas de chulo, aguantaba los primeros temas como el que mete la puntita del pie en la piscina una tibia tarde de mayo. Agarradito a mi birra. Y eso que hacía un calor brutal.
Pero es que su último disco es tan bueno… La crítica musical en ocasiones infla las cosas hasta alejarlas de la realidad, mirándose a sí misma en el espejo mientras hace el amor con un gran álbum, así que paso de adjetivos. Bueno, uno más. Agridulce. Porque sus canciones siempre tienen un pie en la alegría y otro en la tristeza, en el triunfo y en la derrota. Son como el melón con jamón. Cantan “no sonamos mal, sonamos mejor que ayer” o “coloreamos de días felices, días que no lo fueron tanto” y se entiende perfectamente.
Total, que no aguanté mucho más y me tiré con mis colegas al barro. Qué puta maravilla. Al minuto de pogo un morlaco de uno noventa me pegó tal viaje que me clavé mi propio vaso de cerveza en el cuello (error mío por no lanzárselo a alguien) y ya me estaba viendo morir al estilo Juego de Tronos cuando recordé que era de plástico y solo tenía un rasguño. Como venganza, cogí a otro tío que vi así más debilucho que yo y lo empujé con toda la rabia. Estaba feliz. Estas uniones que hacen los conciertos se parecen mucho a la amistad y son lo opuesto a los dos años de covid: un estado de euforia total, con desconocidos, muchos, y un contacto físico hasta violento, porque uno de los demás echaba de menos hasta la violencia.
En medio de todo esto me encontré a una amiga a la que muy inocentemente fui a saludar olvidándome de que estaba donde estaba, y antes de que pudiera darle los dos besos de rigor salí de nuevo volando. Los Carolina acabaron el concierto con la primera canción de su trayectoria, cosa que siempre me ha parecido bastante socorrida, y que además se llama “La noche de los muertos vivientes” y dice muchas veces ya va siendo hora de volver a casa. Sudando como puercos aplaudimos y nos fuimos. Algún magullado se quejaba pero la mayoría iba pasando el brazo por detrás de su compadre, como los coleguitas del insti.
Al día siguiente cayó un tempranero tormentón de verano y hubo que suspender varios conciertos. No había sitio posible en el que resguardarse. Me uní a un grupo de personas que tiró abajo las vallas que daban a un parking para empleados, y ahí nos cobijamos. El guardia de seguridad intentó detenernos, pero viendo que era imposible terminó por dejarnos pasar, puso de nuevo las vallas y se quedó fuera vigilando, con el cadáver en el maletero. Hacía frío: la peña se puso a hacer el pingüino y a toser. Un colgado pinchaba continuamente la canción de Titanic con un megáfono. Ay, Céline Dion. Qué naufragio. Si hubiese sido Carolina estaríamos botando a la intemperie. Pero ya vuelve la vida. A la media hora había dejado de llover.
FLECHITA PARA ARRIBA
En mis dos novelas hay un personaje repetido: el de una señora mayor muy deslenguada que mira a las cosas de la vida con cierto sentido corrosivo del humor. He visto el documental Jane par Charlotte (soy frikifan) que ha estrenado Charlotte Gainsbourg sobre su madre Jane Birkin. De nuevo le hacen la pregunta de cómo se siente el paso del tiempo, ella que ha sido el máximo icono de belleza del planeta en su juventud. Jane responde que no le queda otra, y añade “me ha ayudado darme cuenta de que muchas de las mujeres a las que admiro tienen la cara como la rodilla de un elefante”. Y se parte de la risa. Ese es el espíritu.
Estoy seguro de que lo he dicho más veces, pero me encanta que los tenistas carguen con todo su voluminoso equipo cuando entran y salen de la pista. En cualquier otro deporte que manejase esas cifras de dinero sería impensable. Y qué época del año tan bonita es Roland Garros.
FLECHITA PARA ABAJO
Padres que hacen a sus hijos antimadridistas y voluntariamente les joden la vida.