Bajar al barro
#3 Shanghai
Shanghai se despierta muy temprano y a ti siempre te pilla dormido. Valdría también como metáfora. Las luces de los edificios nunca se apagan y por mucho que intentes explicarte cómo hay autopistas de ocho carriles en mitad de colmenas de pisos habitados, no podrás adivinar donde empieza y acaba aquella vorágine. Como en general ocurre con la vida.
Los neones y los gritos se mezclan con olores a comida y con colas interminables para cualquier cosa. Las tiendas se apelotonan risueñas ante los turistas con cámaras en mano que esperan ansiosos que se encienda ‘The Bund’. El espectáculo de colores se observa desde el río y no sabes si estás en una película o si aquello existía por qué nadie te lo había contado. Shanghai fue un viaje de trabajo, una primera vez en China y una sensación indescriptible de soledad en mitad de la gente.
Nunca me había sentido tan sola, tan lejos, tan contenta y tan melancólica al mismo tiempo.
Los personajes variopintos aparecían y desaparecían en las escenas de mis días que parecían dignas de una sitcom. Acabé haciendo de dj en un pub para españoles y cerramos la última discoteca de la ciudad mientras yo aprendía que allí todo se pagaba con WeChat. Mi WhatsApp no servía, tampoco mi Google ni mi Uber. Era posible que nuestra vida y nuestros ídolos ni siquiera existiesen en la misma tierra que creemos poseer. Mi occidentalismo y yo nos paseamos haciendo fotos y preguntando poco porque nadie hablaba inglés. Logré comprarme cena dos días por intuición fotográfica y hoy todavía no tengo muy claro lo que comí. Negocié con taxistas que insinuaron que si Messi jugaba en España era que yo debía ser rica. Al final me llevó la tercera opción que no se había enterado de mi nacionalidad.
La música de mis auriculares me ensordecía y yo me paseaba flotando inmersa en mi particular Futurama y me sentaba a comer noodles en sitios de mantel o en cualquier bar mientras escribía en servilletas que aun conservo. Estaba aislada ansiando algo que no tenía, maravillada por lo desconocido, asimilando lo opuesto y entendiendo que no estamos solos, que no siempre tenemos la razón y que nuestra forma de vivir no tiene por qué ser la correcta.
Tuve una conversación tan trascendental como efímera, sentí que el mundo era mío desde un balcón altísimo y al mismo tiempo tuve muchas ganas de bajar al barro. Sobre todo eso. Desde arriba se ve con perspectiva, pero abajo empieza el baile.
El caos frenó en seco una mañana de domingo cuando en mitad del gentío me compré un batido de yogur y me senté al lado de unos abuelos al sol. Ellos leían. Yo, en cambio, pensaba en la suerte que tenía por haber llegado hasta allí. Significase lo que significase eso.
Pd. La prueba gráfica de mis 10 minutos de vida de DJ te la regalo porque llevas muchas semanas aguantándome.