¿Ser o no ser mi propio algoritmo?
Esa es la cuestión.
El término “serendipia”, cuya raíz etimológica llega hasta Serendip, un viejo nombre persa para referirse a lo que hoy conocemos como Sri Lanka, apunta a esos descubrimientos accidentales o inesperados. Esos hallazgos valiosos en su naturaleza casual cuando inicialmente se está buscando una cosa diferente, cuando no hay relación entre lo encontrado y aquello que se busca.
Si bien es un término que se acuñó originalmente en inglés unos tres siglos atrás, luego de caer en desuso por mucho tiempo resurgió más recientemente con espíritu renovado. Pero me resulta inevitable preguntarme si su comeback tendrá tal vez algún vínculo con el hecho de que este tipo de hallazgos sean cada vez menos frecuentes para nosotros.
Hablemos de contenidos.
¿Cuándo fue la última vez que descubrimos algo que realmente no guardara relación alguna con lo que buscábamos? ¿Cuándo fue la última vez que tropezamos con un hallazgo que no guardara algún grado de cercanía con lo previo? ¿Tal vez aquel día en que fuimos a una librería y nos encontramos casualmente con un libro fascinante en los estantes? Tal vez sí. Pero tal vez no. Veamos…
Hemos hablado de esto ya. Vivimos apoyándonos en herramientas algorítmicas que nos disponen un universo visible y personalizado de aquello que podríamos querer consumir. Google, Netflix, YouTube, Facebook, Spotify, Amazon, y una larga lista de plataformas y redes sociales funcionan de este modo.
Antiguamente, el total del criterio de selección editorial descansaba en un método de apreciación humana. Una o varias personas, en ocasiones auxiliadas por herramientas de análisis (y muchas veces por meros impulsos intuitivos), seleccionaban aquellos libros o discos que pasarían a formar parte de un catálogo editorial, las películas que conformarían la cartelera de un cine, las obras de un teatro o la franja horaria de programación en un canal de televisión.
En nuestros días, aspectos como el horario, las preferencias o incluso las plataformas y dispositivos en los que serán consumidos los contenidos, tienden a centrarse casi exclusivamente alrededor de la preferencia del usuario. Cada vez con mayor frecuencia es el público -y cada individuo en particular- quien decide qué, cuándo, dónde y cómo consumirá aquello que elige.
Nos hemos acostumbrado a pensar que tenemos cada vez más libertad de elección, pero no pensamos mucho en quién o cómo se dispone el menú sobre el que elegimos. Qué cosas quedan fuera de él, qué opciones se resaltan y cuáles no. El concepto de “sugerido” nos va acercando a una realidad psicológica en la que sentimos ser los dueños de un camino o elección previamente diseñada para ser elegida.
Si bien esto podría asemejarse a la lógica de un mago, o un director de cine, también se trata de la construcción de una realidad psicológica mucho más antigua que todo esto: en algún punto de la historia descubrimos que existía una gran ventaja y diferencia entre el intento de persuadir la elección de un número limitado de caminos entre todos los posibles y ofertar sólo aquellos caminos que queremos que se elijan pero ofreciendo “total libertad” de elección.
Cada plataforma cuenta con su propio modelo algorítmico que, entre otras cosas, se va nutriendo de nuestra propio historial de consumo. Va edificando una idea de cada uno de nosotros basada en nuestra propia historia. Es decir, cuanto mayor sea la cantidad de información que podamos proveer, cuanto más lo usemos, deberíamos suponer una mejora de la herramienta cada vez más personalizada a nuestros propios intereses. Intereses que, recordemos, aplican estrictamente a aquello que ha llamado nuestra atención hasta ese momento. El algoritmo pretende -y en ocasiones logra- predecir nuestro potencial interés en algo estableciendo vínculos entre nuestro historial y la oferta disponible. Pero no suele ser muy eficiente para ofrecernos opciones que escapen a esto, nuevas puertas hacia diversos e insospechados intereses que aún no tenemos.
Pero, tranquilos, todavía puede ponerse peor…
Una de las tesis centrales de Homo Deus, el bestseller del historiador y ensayista israelí Yuval Noah Harari, plantea la convergencia actual de la ciencia moderna en afirmar que los organismos biológicos -los seres humanos entre ellos- somos finalmente algoritmos de naturaleza orgánica. Sistemas orgánicos -más o menos sofisticados según la especie- en los que el procesamiento de datos opera traduciendo diversos algoritmos bioquímicos, modelados por genes, hormonas y neuronas, en emociones, reacciones, decisiones, etc.
Esta idea, que como bien sostiene Harari es hoy contemplada por la ciencia moderna como una suerte de “dogma”, abre la puerta a preguntas tan incómodas como maravillosamente desafiantes.
Si estamos determinados por estos algoritmos bioquímicos, modelados por genes, hormonas, neuronas y presiones ambientales que resultan en una serie de reacciones, decisiones y emociones reflejadas como actividades eléctricas en nuestro cerebro: ¿qué cosa nos hace ser nosotros? ¿Dónde está la elección si finalmente somos a la vez el cine, los directores y los espectadores de una película previamente rodada? Y en todo caso, ¿quién de todos ellos es el espectador que asume como verdadera la ilusión del libre albedrío? Porque ese es el más interesante de todos.
La idea de “libertad” o de “individuo” es sustituida en esta tesis por los condicionamientos de una serie de pautas algorítmicas que constituyen varias voces o varios “yo” funcionando simultáneamente. Y dentro de esta tesis, todas y cada una de las decisiones que podamos tomar -o creer que tomamos- responderán a una lógica determinista o azarosa, pero jamás “libre”.
En un pasaje de Homo Deus, Harari dice lo siguiente: “A lo largo del último siglo, a medida que los científicos abrían la caja negra de los sapiens, fueron descubriendo que allí no había alma, ni libre albedrío, ni ‘yo’..., sino solo genes, hormonas y neuronas que obedecen las mismas leyes físicas y químicas que rigen el resto de la realidad”
Y si bien la persuasión es una herramienta con la que los seres humanos parecemos contar por defecto desde siempre, naturalmente aflora el prudente cuestionamiento del autor acerca de la posibilidad de ser “hackeados”, controlados, o manipulados exteriormente hasta límites no alcanzados previamente. Especialmente si tenemos en cuenta el actual contexto de sofisticada Ingeniería genética, diseño de drogas químicas o estimulaciones directas al cerebro. Pareciera un temor razonable, claro, pero en todo caso:
Si aceptamos la tesis de no ser más que un conjunto de algoritmos orgánicos, ¿qué preferencia podríamos anhelar respecto de qué o quién nos controla si nunca hay un “yo” que esté verdaderamente a cargo?
Bueno, quizás sí haya una preferencia. Al menos ese conjunto de pasos, pre pautados genética y químicamente, y que vendríamos siendo nosotros, no deja de ser algo inmanente al recorrido de nuestra propia vida biológica. Tal vez pueda ser nuestro amo, pero sabemos que es un carcelero condenado a vivir dentro de su cárcel. Y por tanto, si no es “yo”, al menos queda el dulce consuelo vengativo de ser “mío”.
Y qué tal si salimos todos a hackear…
Repasemos: tenemos una realidad donde cada vez somos más asistidos por herramientas algorítmicas que nos asisten en la toma de desiciones de consumo. Esto en el mejor de los casos, cuando no eligen directamente por nosotros. Algo así como la metáfora de la calculadora que llevamos en el teléfono. ¿Nos asiste en el cálculo? ¿O es más honesto asumir que calcula por nosotros? Pero a esto debemos sumarle que aún siendo nosotros quienes tomemos las decisiones no está del todo claro quiénes somos “nosotros”. Si somos entidades libres o un conglomerado de diversos algoritmos orgánicos que trabajan a espaldas de nuestra conciencia haciéndonos creer que la decisión “es nuestra”.
Si es el caso de que efectivamente estamos condicionados -o más bien determinados- externa e internamente ¿cómo romper nuestras propias cadenas? No voy a mentir. No tengo la menor idea. Tampoco creo que la tenga nadie aún, lo cual lejos está de ser un consuelo.
Quizás, puestos a ensayar ideas con más espíritu lúdico que fundamento, así como el mundo del macrocosmos o universo visible es regido por leyes deterministas que postula la teoría general de la relatividad, y el mundo del microcosmos de las partículas elementales del átomo está sujeto a una fenomenología completamente diferente, donde no aplica el principio de localidad y donde sí intervienen principios de incertidumbre no deterministas, ¿por qué que no asumir que algo similar ocurre en la más pequeña de las escalas del lugar donde se toman nuestras decisiones? Después de todo también nosotros estamos hechos de materia. Y estos dos campos de estudio de la misma podrán no querer unificarse aún pero sí respetan bastante bien sus respectivas jurisdicciones: uno es regente de aquello que excede los límites del átomo, el otro de las partículas que operan dentro de él.
Tal vez, en ese microuniverso de las partículas elementales que componen los átomos que nos conforman, resida lo único incierto en nosotros.
En rigor, el acto creativo, que no es sino una decisión cuya “trazabilidad” suele estar oculta, sigue siendo un misterio bastante insondable. Y no son pocos los artistas -o científicos- que ante una espontánea ocurrencia manifiestan cosas tales como “me bajó” o “atrapé" una idea -o una canción-. Pues bien, ¿de dónde? ¿Cómo? ¿Qué condiciones permitieron favorecer el “¡eureka!”, la inesperada floración de una idea que nació de la nada sin vínculo con otra?
Hay quienes depositan su confianza en designios y alumbramientos divinos. Hay quienes otorgan autorías al inconsciente indomable, esa sombra que también nos habita. Hay quienes confían en la fertilidad del silencio y la quietud de la incesante actividad eléctrica en nuestros cerebros. Vaya uno a saber…no seré yo quien pueda echar más luz al respecto que ustedes mismos.
Pero sí puedo ofrecer un humilde alegato por la conciencia. Esa que, si bien puede no escapar a la trampa de ser en sí misma un algoritmo orgánico, sí es capaz de reconocer cuando se está dejando engañar.
¿Qué tal si buscamos, si salimos, si vamos más allá de lo que simplemente se nos ofrece? ¿Qué tal si somos persistentes en tomar contacto con lo que no se nos parece, con lo que nos cuestiona más que lo que nos reafirma, con lo que desconocemos por completo? ¿Qué tal si vamos a buscar lo que no está en el menú? ¿Qué tal si el “descubrimiento semanal” descansa más en nuestro algoritmo que en el externo que dice reconocernos? ¿Qué tal el ejercicio consciente de perseguir y habituamos a probar lo realmente distinto?
El supermercadismo, o las grandes superficies de contenidos, es en ocasiones algo cómodo y práctico. Conocemos las góndolas de aquello que nos atrae, el recorrido que nos gusta y además nos ponen la música que nos gusta escuchar mientras vamos eligiendo qué llevarnos. Se parecen mucho a la totalidad del mundo, pero no lo es. Ni conocemos todo lo que hay en ellos ni tienen tampoco todo lo que podría gustarnos. Y la única variable que puede quebrar eso es nuestra propia voluntad de hacerlo. Aunque esa decisión se haya tomado antes de lo que creímos y a espaldas de nosotros mismos. Aún así.
Si es cierto que no somos individuos sino esclavos de un sistema de algoritmos bioquímicos al menos negociemos. Elijamos al menos identificarnos con el que está encadenado, y pongamos condiciones. Después de todo somos también la propia cárcel del carcelero. Algún cabo del sistema ha de estar suelto. ¿Y si intentamos colarnos en él? ¿Qué podríamos perder?
Salvador Banchero
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